La generación que no era de cristal
La generación que hoy ocupa las calles de Nepal no es apática. Es una generación precarizada, indignada y consciente de la fuerza de la colectividad.
La narrativa dominante ha querido hacernos creer que las juventudes hoy en día son desorganizadas y desinteresadas de la vida pública. Se les ha acusado de vivir en las pantallas y de carecer de proyectos colectivos. Sin embargo, las calles de Katmandú acaban de desmentir –con fuego y gritos– la ridiculización de la que ha sido objeto la Generación Z.
Tras el creciente enojo por corrupción, desempleo y desigualdad, y el reciente intento del gobierno nepalí de prohibir 26 redes sociales –bajo el pretexto de combatir la desinformación y los discursos de odio–, las juventudes están protagonizando una de las movilizaciones más contundentes de la historia reciente del país. La toma de las calles por toda una generación forzó la renuncia del primer ministro K.P. Sharma Oli, abriendo un capítulo inédito en la política de esta frágil democracia, que apenas en 1991 celebró elecciones dejando detrás una monarquía absoluta.
Nepal le está demostrando al mundo que las redes sociales son un espacio eficaz para la acción política. La protesta que hoy ocupa titulares internacionales nació en esas mismas plataformas que el gobierno pretendía silenciar. Con etiquetas como #nepokids y #nepobaby, las juventudes expusieron la distancia entre la élite política y la mayoría de la población. Mientras las y los hijos de dirigentes exhiben estilos de vida ostentosos, más del 20% de su población sigue viviendo en la pobreza.
La movilización que siguió fue contundente. En cuestión de horas, las calles de Katmandú se llenaron. Algunos grupos incendiaron edificios públicos, entre ellos la sede del Tribunal Supremo y oficinas gubernamentales. Las fuerzas de seguridad respondieron con agresividad. Pero ni la represión ni el miedo ni la renuncia del primer ministro bastaron para calmar los ánimos.
Quienes minimizan estos acontecimientos alegan que los disturbios fueron “excesivos”. Sin embargo, ¿cómo podría considerarse desmesurada la indignación en un país que ocupa el lugar 107 de 180 en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional? La protesta es la consecuencia de años de promesas incumplidas y desigualdades.
Este episodio resuena más allá de Nepal y en cierta forma nos recuerda a la Primavera Árabe. En Bangladesh, Sri Lanka e Indonesia, movimientos juveniles recientes han tumbado gobiernos y visibilizado el complejo panorama económico actual. La mal llamada “generación de cristal” ha tomado el presente en sus manos. Son el centro de un ímpetu de justicia que encontró en la tecnología su principal aliada. Lo que está en juego no es únicamente la política interna de cada país, sino la redefinición del poder en una región donde las instituciones tradicionales están debilitadas.
La generación que hoy ocupa las calles de Nepal no es apática. Es una generación precarizada, indignada y consciente de la fuerza de la colectividad. Dejemos de repetir clichés sobre las personas jóvenes como si fueran verdades inmutables para, en su lugar, formar un escenario en el que su inclusión sea una realidad.
Desde las calles de Santiago hasta las plazas de Bogotá, o las avenidas de Ciudad de México, las juventudes han demostrado que no son espectadoras pasivas. Enfrentan contextos distintos, pero comparten la convicción de que la democracia debe servir para algo más que administrar desigualdades. La revuelta digital de Katmandú dialoga con las marchas estudiantiles chilenas, con las luchas feministas argentinas y con las movilizaciones contra la corrupción en Centroamérica. Y, a pesar de que esta columna no es, en modo alguno, una apología de la violencia, resulta importante visibilizar que la movilización de la juventud nepalí nos recuerda que el poder no se hereda: se conquista.
POR AMALIA PULIDO
PRESIDENTA DEL INSTITUTO ELECTORAL DEL ESTADO DE MÉXICO
@PULIDO_AMALIA
Regulación digital y democracia
La DSA parte de una premisa fundamental: cuanto mayor sea el impacto de una plataforma en la vida pública, mayor debe ser su responsabilidad.
En los últimos años, Europa se ha convertido en un laboratorio de regulación digital. La Ley de Servicios Digitales (DSA) vigente desde 2022, es una muestra de que la democracia no puede permanecer indiferente frente al poder de las plataformas tecnológicas. Lo que está en juego es la protección efectiva de derechos humanos en internet.
La DSA parte de una premisa fundamental: cuanto mayor sea el impacto de una plataforma en la vida pública, mayor debe ser su responsabilidad. Bajo este principio, redes sociales, motores de búsqueda y mercados en línea con millones de usuarios mensuales están obligados a cumplir con reglas estrictas: auditorías independientes, mecanismos de trazabilidad de la publicidad política, transparencia en los algoritmos y etiquetado claro del contenido manipulado o generado por inteligencia artificial. Obligaciones que buscan equilibrar un escenario donde, hasta hace poco, los intereses de las empresas definían sin contrapeso qué voces se amplificaban y cuáles quedaban silenciadas.
El impacto positivo se percibe en la libertad de expresión, paradójicamente una de las críticas más frecuentes a la regulación, por obligar a proveedores que bloqueen usuarios o mensajes específicos para que no sean consumidos. Al exigir a las plataformas actúen con transparencia, la DSA fortalece ese derecho en lugar de restringirlo. Los usuarios tienen información para entender quién financia un anuncio, cómo circula un contenido y qué riesgos puede implicar una campaña de desinformación. Este acceso a la información claramente es lo que convierte a la libertad de expresión en un derecho real y no en un ideal abstracto.
Otro ámbito crucial es la privacidad y protección de datos. La DSA complementa al Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) al imponer obligaciones que limitan la publicidad basada en información sensible y al promover el derecho de la ciudadanía a interactuar en línea sin ser objeto de micro segmentaciones abusivas. En un entorno donde la manipulación algorítmica puede explotar vulnerabilidades individuales, este tipo de medidas representa una defensa directa de la dignidad humana.
La DSA también reconoce que la integridad de los procesos democráticos depende de la información a la que accede la ciudadanía. Por ello, obliga a las grandes plataformas a identificar riesgos sistémicos vinculados con elecciones y a mitigarlos de manera activa. Esto incluye etiquetar contenidos manipulados, dar mayor visibilidad a la información oficial y garantizar que los anuncios políticos sean reconocibles y transparentes.
Lo trascendente es que Europa está defendiendo su modelo democrático también en lo digital. Así como el RGPD es referente en materia de privacidad, la DSA está marcando la pauta sobre cómo garantizar derechos fundamentales en internet sin sacrificar la innovación.
Para México, la lección es evidente. Nuestro marco electoral sigue centrado en la radio y la televisión, mientras las campañas se despliegan cada vez más en redes sociales. La ausencia de reglas claras abre la puerta a la publicidad política opaca, a la manipulación con inteligencia artificial y al uso indebido de datos sensibles en el espacio digital. Si bien no se trata de importar el modelo europeo al pie de la letra, la DSA demuestra que es posible regular sin censurar y proteger derechos en un entorno donde la democracia se juega minuto a minuto en la pantalla de un teléfono móvil.
Regular lo digital no significa imponer silencio: significa crear condiciones de equidad, transparencia y seguridad para que la ciudadanía pueda ejercer plenamente sus derechos. Europa ya dio el primer paso. La pregunta es cuánto tiempo más esperaremos en México para reconocer que la defensa de la democracia también pasa por el espacio digital.
POR AMALIA PULIDO
PRESIDENTA DEL INSTITUTO ELECTORAL DEL ESTADO DE MÉXICO
@PULIDO_AMALIA
La guerra por el mapa electoral
Otras naciones no recurren a procedimientos tan sofisticados, lo que suele generar distritaciones a modo, que tienen el objetivo de beneficiar a alguna fuerza política.
La geografía electoral mexicana funciona adecuadamente. Periódicamente el Instituto Nacional Electoral revisa los trazos distritales para garantizar que en cualquier lugar del territorio el sufragio de todas las personas tenga un poder de decisión equivalente. No sólo se busca que tengan tamaños poblacionales similares, también se evalúa la conectividad, compacidad y población indígena, entre muchos otros criterios técnicos. Ello permite construir escenarios óptimos que difícilmente pueden ser cuestionados, ya que parten de información objetiva y verificable.
Otras naciones no recurren a procedimientos tan sofisticados, lo que suele generar distritaciones a modo, que tienen el objetivo de beneficiar a alguna fuerza política, incrementando artificialmente la representación de algún grupo poblacional específico. Esta práctica conocida como gerrymandering, en remembranza del Gobernador Gerry que en 1812 propuso para Massachusetts polígonos en forma de salamandra para restar representación a sus opositores, fue motivo de atención hace unos días en el estado de Texas.
Congresistas republicanos del estado de la estrella solitaria intentaron aprobar un nuevo mapa de distritos electorales que les daría 5 escaños adicionales en la Cámara de Representantes. La maniobra es clara: fortalecer zonas donde Trump arrasó en la última elección presidencial y diluir la fuerza del electorado demócrata.
La respuesta de la oposición ha sido inédita. Las y los legisladores azules abandonaron el estado para impedir el quórum necesario y frenar la votación. La escena de representantes huyendo para evitar ser arrestados por órdenes del gobernador Abbott retrata la crudeza de la carrera por el control del Congreso en 2026.
Pero esta vez la indignación trascendió Texas. California y Nueva York, ambos bastiones demócratas, han puesto sobre la mesa planes para responder con la misma moneda. Newsom, gobernador de California propone que en su estado se redibujen los distritos para eliminar hasta cinco escaños republicanos. En Nueva York, la gobernadora Hochul estudia una reforma similar. El mensaje es inequívoco: si el partido republicano manipula el mapa en Texas, el demócrata lo hará en sus territorios para neutralizar cualquier ganancia.
En el pasado, ambos partidos han recurrido al gerrymandering. Lo que cambia ahora es el nivel de confrontación, el descaro con el que se reconocen las intenciones y la coincidencia de que se hace a mitad de ciclo, sin el respaldo de un censo reciente. Todo en un clima político especialmente polarizado.
La Corte Suprema de Estados Unidos cerró en 2019 la puerta a que los tribunales federales revisen si la redistribución de distritos es equitativa. Esto dejó la cancha abierta para que cada estado, según sus leyes y su correlación de fuerzas políticas, trace los mapas a conveniencia. Algunos, como Michigan o California antes de esta crisis, optaron por comisiones independientes para limitar abusos. Otros, como Texas, lo dejan en manos del gobierno estatal. El resultado es una geografía electoral que no refleja necesariamente la diversidad de su ciudadanía, sino la ambición política de quienes gobiernan en ese momento.
Estados Unidos se encuentra atrapado en un dilema que sus padres fundadores no previeron: la democracia representativa puede vaciarse de competencia real sin que se rompa ninguna ley. La batalla por el mapa es una lucha por la esencia misma de la representación. Mientras cada bando vea en el gerrymandering una herramienta legítima de supervivencia, el electorado seguirá pagando el costo de un sistema que dibuja las reglas democráticas en detrimento de la pluralidad.
POR AMALIA PULIDO
PRESIDENTA DEL INSTITUTO ELECTORAL DEL ESTADO DE MÉXICO
@PULIDO_AMALIA
Colombia ante el juicio de la historia
¿Qué implicaciones tendrá este proceso para la reconciliación y para la próxima elección presidencial de 2026?
La construcción de paz en Colombia no ha sido lineal ni perfecta, pero sí representa un referente internacional para la implementación de mecanismos de justicia transicional (JT) –ese conjunto de mecanismos extraordinarios que busca atender las causas y el legado de la violencia a partir de verdad, justicia, reparación y no repetición–. Desde la firma del Acuerdo de Paz de 2016 hasta el fallo contra el expresidente Álvaro Uribe a principios de esta semana, la nación andina ha recorrido un trayecto accidentado que invita a repensar la sostenibilidad de la JT.
La paz que resultó del diálogo entre el Estado y las FARC se edificó sobre un anhelo de reconciliación que, en 2016, despertó un optimismo extendido: tres cuartas partes de las personas manifestaban fe en las posibilidades de reconciliación. Pero para 2023, sólo un tercio de la población consideraba que el país avanzaba en el rumbo de reconciliación. En palabras de Angelika Rettberg, este declive “refleja el hecho de que el acuerdo de paz colombiano fue diseñado para una sociedad que ya no existe.”
La institucionalización de la paz se sustentó en un entramado de estructuras integral: comisiones de memoria histórica, unidades de atención y reparación a víctimas, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y otras instancias que han procurado dar vida a las promesas de la JT. Aun así, el fortalecimiento del Estado más allá de la justicia retributiva—con inversiones en infraestructura, salud y educación— no ha bastado para consolidar las transformaciones pactadas.
En este escenario llegó el proceso judicial contra Álvaro Uribe, quien gobernó Colombia entre 2002 y 2010 y se consolidó como una figura central de la derecha colombiana por su política de mano dura. Dos años después de su presidencia, el Senador Iván Cepeda, acusó al exmandatario de vínculos paramilitares. Su denuncia resultó en un expediente por supuesto soborno a testigos y fraude procesal, mismo que en esta semana alcanzó un veredicto: por primera vez en la historia moderna de Colombia, un ex presidente fue declarado culpable de la comisión de un delito.
La sentencia encendió de inmediato la polarización política y social. Las bancadas de derecha y el Centro Democrático –partido fundado por Uribe– denunciaron politización de la justicia. Frente a ello, Gustavo Petro, actual presidente, propuso que Uribe se sometiera a la JEP. Para la izquierda y sectores que defienden el fortalecimiento de la JT, la condena simboliza un avance en la rendición de cuentas y refuerza la idea de que nadie —ni siquiera los más poderosos exjefes de Estado— está por encima de la ley.
¿Qué implicaciones tendrá este proceso para la reconciliación y para la próxima elección presidencial de 2026? Cepeda, apoyado por Petro, ha reiterado la idea de extender mecanismos de reparación y verdad a ex gobernantes, grupos empresariales y medios de comunicación para esclarecer su papel en el conflicto armado. Se trata de ir más allá de excombatientes y dotar a la JT de un carácter más inclusivo y político que obligue a reconocer responsabilidades históricas.
En el terreno electoral, la condena llega en un momento de fragilidad para el Centro Democrático, cuyos precandidatos no superaron el 5% en la última encuesta. Todo apunta a que la estrategia política uribista buscará convertir la sensación de injusticia en cohesión interna. Para sus adversarios, el reto consiste en articular un proyecto de país que vaya más allá de la confrontación y que abandere una JT renovada.
Mientras tanto, el país observa con atención cómo la justicia se coloca en el centro del debate político. El resultado del proceso contra Uribe y sus consecuencias muestran que la paz está ligada al imperio de la ley y al reconocimiento mutuo de responsabilidades.
POR AMALIA PULIDO
PRESIDENTA DEL INSTITUTO ELECTORAL DEL EDOMEX
@PULIDO_AMALIA
La democracia más allá de las urnas
Bajo este entendido, en las últimas décadas ha cobrado vigencia el concepto de “integridad electoral”. Éste se refiere al grado de apego de cada elección a tratados
En la actualidad, la logística de las elecciones es compleja y requiere tramos de control en cada etapa para garantizar que los comicios tengan una calidad suficiente para imprimir confianza a la ciudadanía y legitimidad a las personas ganadoras.
Lo cierto es que la idea misma de la “calidad de las elecciones” ha cambiado con el tiempo. Esto obedece no sólo a las diferencias entre las escuelas de pensamiento, sino también al momento del proceso electoral que se analiza e inclusive, al grado de exigencia sobre su sofisticación.
Bajo este entendido, en las últimas décadas ha cobrado vigencia el concepto de “integridad electoral”. Éste se refiere al grado de apego de cada elección a tratados y estándares internacionales. Se revisa todo el ciclo electoral, desde la formación de leyes y la convocatoria a elecciones, hasta el proceso electivo mismo y sus resultados.
Un proyecto muy ambicioso es el del Electoral Integrity Project (EIP), fundado en 2012. Este esfuerzo académico emite reportes anuales en donde analiza si las elecciones del año en cuestión empoderaron a la ciudadanía y fomentaron la democracia. Sus valoraciones se nutren de las opiniones expertas de académicos locales en cada país.
El Informe más reciente del EIP es fundamental porque analiza los procesos electorales de 2024: año en el que el mayor número de personas acudió a las urnas en toda la historia. De acuerdo con International IDEA, se emitieron más de 1,652 millones de votos.
Un hallazgo clave del informe es que, a pesar de los múltiples cambios políticos en todo el mundo, no se observa una mejora ni un deterioro sostenido en la calidad electoral global durante los últimos 13 años. Entre 2012 y 2024, los índices de integridad electoral han mostrado variaciones importantes a nivel nacional, pero sin una tendencia global clara.
Este estancamiento estructural implica que, aunque algunos países han avanzado, otros han retrocedido de manera simultánea, anulando los efectos positivos a escala global.
No se pueden echar campanas al vuelo. Particularmente, el 2024 prende alarmas porque 33 países que celebraron elecciones retrocedieron en sus niveles de integridad, mientras que sólo 21 mejoraron. Las y los expertos señalaron problemas como la politización de los organismos electorales, restricciones al acceso al voto, manipulación de distritos, uso indebido de recursos públicos y desinformación masiva.
Resulta interesante que los niveles de avance en la integridad electoral no dependen de la antigüedad de las democracias. En Reino Unido, la introducción del requisito de identificación con fotografía provocó barreras nuevas al voto, especialmente entre jóvenes, personas mayores y minorías étnicas.
En contraste, Ghana mostró mejoras sustantivas. A pesar de una contienda reñida, las elecciones fueron bien organizadas, con una alta participación y mejoras en la administración electoral.
El informe enfatiza que los componentes más débiles del ciclo electoral siguen siendo el financiamiento de campañas y el entorno mediático, donde prevalecen la opacidad, la desproporción de acceso y el sesgo informativo. A ello se suma una nueva normalidad: la desinformación digital, que contaminó al menos 8 de cada 10 elecciones monitoreadas.
En cada rincón del planeta, hay funcionarias honestas, jueces comprometidos, periodistas valientes, ciudadanas que vigilan casillas, jóvenes que debaten en las aulas. Defender la integridad electoral no es tarea exclusiva de las autoridades; es una labor compartida. Hoy más que nunca, las instituciones y la sociedad civil deben asumir el compromiso de proteger la democracia.
POR AMALIA PULIDO
PRESIDENTA DEL INSTITUTO ELECTORAL DEL EDOMEX
@PULIDO_AMALIA
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