Los valores, símbolos y conjunto de reglas compartidas que reconocemos y se materializan en la manera en la que los y las actoras políticas y las instituciones se comportan son parte de nuestra cultura política.
Es a través de ella como la sociedad puede incidir y exigir un comportamiento integral de las instituciones, específicamente de aquellas que se encargan de organizar elecciones, surge entonces el concepto de integridad electoral que se encuentra íntimamente relacionada con la calidad que tienen las elecciones.
Esa integridad se refiere al grado en que las instituciones cumplen con estándares de equidad, libertad, transparencia, competitividad e imparcialidad. Es la correspondencia entre valores y normas.
En México, la llamada transición a la democracia, ha descansado en el ámbito electoral por ello el gran número de reformas electorales con las que contamos.
La desconfianza y el abuso del poder hizo que se pugnara por contar con órganos electorales independientes y profesionales en aras de tener imparcialidad.
La última reforma justo tuvo como eje romper con el control que los ejecutivos locales tenían en la designación de las autoridades electorales.
Sin embargo, estudios como el de Irma Méndez de Hoyos, reflejan un magro desempeño en imparcialidad y débiles resultados en independencia y profesionalismo al arrojar como resultado de dicha investigación un alto partidismo que puede medirse en las votaciones y argumentos vertidos en sesiones de los diferentes órganos electorales.
Es claro que existe un déficit en la integridad electoral el cual debe modificarse a partir de los valores éticos, de transparencia, de autonomía atendiendo la realidad y tomando decisiones en consecuencia.
La autocrítica debe ser practicada, y en el Estado de México vale la pena cuestionarnos y medir la integridad electoral que ha existido y cómo la cultura política de los y las mexiquenses exige cambios en el actuar de muchos y muchas.