Apenas se dio a conocer la iniciativa de una reforma electoral y surgieron todo tipo de críticas y opiniones, desde las que anticipan su desaprobación absoluta hasta las que otorgan el beneficio de la duda. Lo cierto es que su presentación fue polémica, basada en la intención es dejar atrás los fraudes electorales. Una narrativa con cada vez menos asidero en un sistema democrático, con una constante alternancia en los gobiernos.
Sus críticos más elocuentes señalan una falta de visión por parte del Ejecutivo. Acusan que el régimen no es afín a la autonomía y que nuestro país no necesita copiar modelos fallidos ni atentar contra las instituciones electorales.
Si comenzamos por el principio, tal vez la pregunta central sería qué tan necesaria es una reforma electoral. Nuestro sistema electoral tiene algunas áreas de oportunidad, pero también virtudes manifiestas. Rechazar la propuesta sin discutirla pudiera no ser correcto, pues una reforma de esta naturaleza y alcance amerita un debate parlamentario serio, crítico y objetivo.
La exposición de motivos señala que se busca dotar al país de un sistema electoral que brinde seguridad y respeto al voto, algo que afortunadamente ya tenemos. Afirmar que el INE es un organismo ineficiente para cumplir su principal labor de garantizar elecciones libres, auténticas y democráticas no corresponde a la realidad. Señalar que los institutos y tribunales electorales locales son irrelevantes, es una posición que no parte del contexto correcto.
Otro punto preocupante sería modificar la integración del llamado Instituto Nacional de Elecciones y Consulta, al someter a los aspirantes a consejeros al voto popular, pues los órganos de dirección requieren también de conocimientos técnicos y experiencia. Tampoco parece sensato desaparecer la estructura distrital del INE, ya que establecer órganos temporales y auxiliares puede ser riesgoso para la profesionalización.
Lo que amerita una discusión de fondo es el modelo de financiamiento a los partidos. Eliminar su presupuesto para las actividades ordinarias sin ajustar el financiamiento privado puede ser un error significativo. Si el objetivo es evitar el dispendio, debemos cambiar la fórmula de asignación de presupuesto y ajustarla al porcentaje de votación y no al número de ciudadanos inscritos en el padrón electoral.
Por otra parte, no es mala idea plantear una modificación sustantiva en el sistema de representación. Los partidarios de esa idea persiguen la intención de favorecer la pluralidad parlamentaria, pero si la iniciativa carece de un diagnostico serio en el tema, puede facilitarse una mayoría calificada del partido en el poder, cualquier que éste sea.
La iniciativa insinúa un cambio en el modelo de comunicación política que debe ser examinado a detalle. Debemos tener cuidado de equilibrar la participación de los poderes públicos en la contienda. Asimismo, la reforma subraya la importancia de la radio y la
televisión, pero debemos ampliar la visión hacia las plataformas alternativas de las campañas electorales.
Existe un tema que pasa desapercibido y la iniciativa no hace mención alguna: el voto pasivo de los mexicanos naturalizados. Es hora de superar esa grave discriminación constitucional, pues la limitación para ellos de ocupar cargos de representación popular es anacrónica y obsoleta.
México ya tiene una vida democrática. Consolidarla requiere de una reforma electoral cuidadosa y objetiva.
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