La medida en que las mujeres han ido dejando atrás los estereotipos de género que se reproducen al interior de la familia, la escuela, el trabajo, entre otros, y despegándose del piso pegajoso, que es el término empleado para referirse a las dificultades a las que se enfrentan las mujeres en comparación con los hombres para abandonar puestos de trabajo precarios o con peor remuneración, la violencia ha ido en aumento.
Lo mismo pasa en el ámbito político con los techos de cemento donde las mujeres que deciden no incursionar en la esfera política lo hacen por los altos costos personales y familiares que se autoimponen como parte del sistema patriarcal. Y cuando decidimos participar, nos enfrentamos a violaciones que son, en la mayoría de los casos, sistemáticas por parte de los hombres que portan la bandera del género, pero son los primeros y más violentadores. A pesar de contar con mecanismos como el PES[2], este no ha logrado que se sancione a quienes vulneran los derechos de las mujeres.
Es necesario redoblar esfuerzos para informar qué actos, omisiones o tolerancias configuran violencia contra las mujeres. Es necesario conocer la Convención Belem Do Pará: el primer instrumento internacional vinculante en reconocer que la violencia contra las mujeres es una violación sancionable de derechos humanos y que define la violencia como aquel acto que cause muerte, dolor, sufrimiento físico, sexual o psicológico a una mujer, tanto en lo privado, como en el ámbito público.
Nos encontramos en proceso electoral con mujeres participando en la etapa de precampaña, pero también con muchas mujeres en espacios de toma de decisión, mujeres militantes, simpatizantes, mujeres en la sociedad civil, empresarias, líderesas de opinión, capacitadoras electorales, comunicadoras, reporteras, un sinfín de mujeres que, en caso de ser violentadas, debemos alzar la voz y no callar ninguna vulneración a nuestros derechos humanos. ¡No es no! a cualquier tipo de violencia de género.