Durante muchos siglos atrás las civilizaciones más antiguas sortearon su permanencia y forma de organización política, desde la caída del Imperio Romano de Occidente hasta la Alta y Baja Edad Media de los siglos XI y XV en los que la política era solo fuerza: la fuerza de quien era o se convertía en el más fuerte de entre los reyes, duques y príncipes, hasta que se llegó a la época de las revoluciones que lograron que el reducido grupo que detentaba el poder tuviera que hacer concesiones que nunca antes había pensado y fue cuando apareció el concepto de democracia liberal.
A pesar de que en algunos círculos hay actos incorrectos y contrarios a las virtudes democráticas, hay que reconocer que la democracia como sistema de gobierno se ha impuesto y con ella se garantiza el respeto a los derechos humanos, civiles y políticos de los individuos, no solo eso, también ha dejado clara la relevancia del respeto a la libertad, esa que Benjamín Constant expresó en su discurso en 1819 y que definió la estructura del Estado Moderno.
La libertad de nuestros días hace que nos encontremos sometidos a leyes donde no nos pueden detener, arrestar o maltratar de forma arbitraria si no es bajo lo que la ley dice.
Libertad que tenemos para dedicarnos al oficio o profesión que nos satisfaga, el derecho de reunión y asociación. Estas libertades son parte de la democracia, y con ellas, la libertad de participar en los asuntos públicos a través de la elección de las personas que queremos que nos representen en los diferentes ámbitos de gobierno.
Entender la democracia que hoy tenemos implica también ejercer esos derechos y exigir de quienes se encuentran como funcionarios públicos de cualquier nivel que cumplan cabalmente con su encomienda.
De la autoridad electoral se exige y espera actuar con legalidad, certeza, máxima publicidad en sus decisiones. Pero quizás, por la propia historia de nuestra entidad la que, sin duda estará muy observada, será la imparcialidad con la que actuemos.