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Jueves, 21 Agosto 2025 09:00

La legitimidad de origen como escudo del autoritarismo

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La legitimidad política consiste en la capacidad de un poder para obtener obediencia sin necesidad de recurrir a la amenaza de la fuerza. De tal forma que un Estado es legítimo si existe un consenso entre los miembros de la comunidad política para aceptar la autoridad de sus gobernantes.

 

El proceso mediante el cual una persona obtiene legitimidad se denomina legitimación, y hay dos tipos: dinastía y democracia. La primera obedece al derecho hereditario, o derecho de sangre, propio de las monarquías; y el segundo, a la elección periódica del gobernante por parte de los miembros que integran la comunidad. Para una república constitucional interesa precisamente la legitimación democrática, que es la que garantiza el respaldo del gobernante por la mayoría de los ciudadanos.

 

Ahora bien, existen dos clases de legitimidad: la de origen, que es la que el gobernante obtiene en las urnas, y la de ejercicio, que apunta al modo como se ejerce o se desempeña el poder. Quien ostenta legitimidad de origen puede carecer de legitimidad de ejercicio, o perderla, si ejerce mal o injustamente el poder al que accedió legítimamente. Quien no posee legitimidad de origen puede adquirir legitimidad de ejercicio si la desempeña con justicia (Bidart, 1986).

 

El problema surge cuando los gobernantes se escudan en la legitimidad de origen para abusar del poder; es decir, bajo el argumento de que obtuvieron una votación contundente en las urnas, cometen toda clase de excesos en el ejercicio de la función pública.

 

Un ejemplo lo constituye Abdalá Bucaram, quien en 1996 obtuvo la presidencia de Ecuador con el 47% de los votos. Cuando asumió el cargo cometió excesos inaceptables y en 1997, fue depuesto por el Congreso tras declararlo incapacitado mentalmente para gobernar. Lo más grave fue que dichos excesos los cometió en nombre de la legitimidad que lo llevó al poder. Mediante el discurso de que era un presidente electo por mayoría absoluta, sostenía que sus decisiones se encontraban legitimadas de origen y, en consecuencia, debían ser incontrovertibles y acatadas por todos (Barrientos, 2004).

 

Lamentablemente, en México estamos viviendo una situación similar, en la que el oficialismo nos dice que el pueblo es el que respalda todas sus acciones, que en realidad atentan contra la República. Esto significa que la legitimidad de origen, a semejanza de lo ocurrido en Ecuador, es utilizada como narrativa para justificar toda clase de atropellos en contra de la división de poderes.

 

Esto es así porque la falta de contrapeso efectivo del Poder Legislativo al Ejecutivo ha permitido la desaparición de los órganos autónomos y la subordinación del Poder Judicial a la voluntad presidencial, lo que evidentemente produce una concentración del poder en una sola fuerza política; situación que ya había sido superada durante décadas de avances democráticos que en la actualidad están en franco retroceso.

 

Ya está en puerta la reforma electoral; todavía no se sabe a ciencia cierta cuáles serán sus alcances, pero a nadie sorprendería que tuviera la intención de aniquilar el sistema democrático que hasta el día de hoy ha garantizado la celebración de elecciones competitivas con alternancia en el poder.

 

Existe una tendencia internacional que consiste en que los partidos gobernantes desmantelen democracias desde dentro. Casos como los de Túnez, Venezuela o Hungría muestran que la subversión democrática es gradual. Como advierte el informe 2025 del Instituto Varieties of Democracy (V-Dem), el mundo vive su peor retroceso democrático en décadas: por primera vez en más de veinte años, el número de autocracias (91) en el mundo supera al de las democracias (88).

 

México no es ajeno a esa tendencia, y la narrativa se escucha de manera reiterada: que la legitimidad de origen fue la que permitió la sobrerrepresentación en el Congreso y, de ahí, que todas las reformas que destruyen los avances democráticos pretendan ser legitimadas con un supuesto apoyo popular, cuando en realidad ni siquiera existió esa legitimidad en las urnas, sino que se obtuvo de manera artificial, como es de dominio público.

 

Ningún gobierno se encuentra legitimado para desaparecer la democracia por más votos que haya obtenido en las elecciones. Simplemente constituye un absurdo pretender que el pueblo pueda otorgar facultades a la clase gobernante para destruir los mecanismos de legitimación en los procesos electorales venideros, en los que el ejercicio del sufragio se reduzca a una mera simulación y se ponga fin a la etapa de elecciones libres y auténticas.

 

Como señala Anne Applebaum, el declive democrático no es inevitable, pero requiere acción ciudadana e institucional para defender normas democráticas. En el PRI estamos convencidos de ello y seguiremos adelante con nuestra labor desde el territorio y en los espacios de representación en los que tenemos presencia, para seguir luchando en contra de la destrucción de la democracia mexicana.

 

 

Sen. Cristina Ruiz Sandoval

Presidenta del CDE del PRI en el Estado de México.

 

 

Fuente de consulta

Bidart Campos, Germán (1986), Legitimidad de los procesos electorales, Costa Rica, Instituto Interamericano de Derechos Humanos – Capel, p.9.

Barrientos Del Monte, Fernando (2004), La Segunda Vuelta Electoral y la Gobernabilidad en los Sistemas Políticos Latinoamericanos, Revista del IEEM, apuntes electorales. Año IV, número 15, enero-marzo 2004, p. 511.

Cardoso, Ramón (2025). Avanza el declive global de la democracia, DW, https://www.dw.com/es/avanza-el-declive-global-de-la-democracia/a-7211
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