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Martes, 22 Febrero 2022 09:00

Democracia híbrida y no intervención

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Cuando una democracia pierde alguno de sus rasgos esenciales, pero mantiene, al menos en parte, sus estructuras democráticas, podríamos estar frente a un régimen híbrido, es decir, aquel que se mezcla con las características del autoritarismo. Esta categoría se utiliza para definir a los sistemas políticos que no se clasifican como democracias plenas, pero tampoco como dictaduras.

 

Una democracia es híbrida si combina elementos democráticos con otras formas de poder autoritario. Hoy en día, la mayoría de los regímenes políticos en el mundo no son ni claramente democráticos ni completamente autoritarios, sino que ha surgido un punto medio preocupante: los regímenes híbridos. En esta clase de sistema se mantienen los procedimientos electorales, pero los líderes manipulan todo el juego político; controlan al poder judicial; son invasivos con el legislativo y pretenden hacerlo con los medios de comunicación. Intimidan a la oposición y construyen un capitalismo o sindicalismo de amigos.

 

Quizás lo más grave de los regímenes híbridos es que están invirtiendo la lógica histórica, y las crisis ya no son una oportunidad para la democratización, sino para un giro autoritario. El problema serio es que los regímenes autoritarios no son menos democráticos que las democracias, simple y llanamente no son democráticos. ¿Qué tanto puede un Estado apartarse del principio democrático que tiene ahora un carácter universal?

 

Durante muchas décadas predominó la idea de que el tipo de régimen adoptado por un Estado era un asunto de exclusiva competencia interna; se rechazaba entonces toda posibilidad de una intervención colectiva para defender la democracia. Esta vez ya no, en el marco de un régimen democrático internacional, no pueden alegarse razones válidas para justificar la construcción de un modelo de organización política que niegue o desconozca los valores y principios que sustenten un orden constitucional democrático y un ejercicio legítimo del poder        

 

Aquella visión originaria de la no intromisión en los asuntos internos, se ha transformado de modo considerable. Cierto que un Estado puede adoptar con libertad las modalidades, características específicas y prioridades de organización y actuación de un gobierno, pero siempre y cuando no afecte el núcleo duro y esencial que, según el principio democrático, es imperioso mantener. Toda adhesión al modelo de la democracia representativa conlleva, forzosamente, el compromiso vinculante de no afectar sus componentes esenciales y fundamentales.

 

De acuerdo con el carácter universal del principio democrático, los Estados se apremian a tener una vida política bajo ciertos parámetros. En la apuesta por un diálogo político más intenso, se toman en cuenta dos premisas: una positiva, que consiste en la realización de buenas prácticas democráticas y de protección a los derechos humanos, cuya implicación trasciende las esferas electorales; y otra negativa, que alude a la respuesta ante cualquier condición o acción de un Estado que altere sustancialmente sus procesos democráticos o vulnere de manera grave los derechos fundamentales.  

 

Lejos quedó la típica “neutralidad” del derecho internacional respecto al tipo de gobierno y los valores políticos que se ejercen a nivel interno. Hoy sí importan y la indiferencia de otros tiempos ha cambiado para manifestarse en un conjunto de reglas y principios prodemocráticos. En este nuevo contexto, el paradigma democrático marca un punto de inflexión en el corpus iuris del derecho internacional, y el principio de no intervención tiene un alcance relativo.

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