La segunda mitad del siglo XX evidenció la fuerza política de las juventudes. Eran los años sesenta: París con su mayo libertario, la Primavera de Praga, las protestas contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos, y las marchas estudiantiles en Santiago de Chile, Roma y Tokio. Grupos de jóvenes levantaron la voz para reclamar un mundo más democrático, más justo, más humano.
México no fue la excepción. En nuestro país, el movimiento estudiantil emergió dentro de las aulas del IPN y de la UNAM, pero también dentro de los centros educativos locales. Se organizaron marchas y asambleas en Oaxaca, Puebla, Michoacán, Nuevo León y el Estado de México, por citar algunos ejemplos. Recordarlo es necesario. El proceso democratizador no se forjó únicamente en el centro, sino en un mosaico de luchas juveniles que atravesaron todo el territorio.
Los grupos estudiantiles organizaron brigadas culturales, tomaron plazas y difundieron un pliego petitorio que exigía libertades básicas: fin de la represión, desaparición de cuerpos policíacos violentos, liberación de presos políticos y respeto a los derechos constitucionales. Ninguna petición buscaba la subversión: estaban en sintonía con el anhelo democrático que recorría el planeta.
Las demandas mexicanas no eran aisladas. Formaban parte de una ola mundial que cuestionaba imperialismos dogmáticos y desigualdades estructurales. En París, las y los estudiantes desafiaron al gaullismo con consignas de imaginación y libertad. En Checoslovaquia, se luchaba por un ‘socialismo de rostro humano’. En Estados Unidos, se jugaron la vida al protestar contra una guerra injusta. En cada uno de estos escenarios, las juventudes se convirtieron en motor de cambio.
Por eso fue tan significativo que el rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, marchara para defender las libertades de cátedra y opinión. Sus esfuerzos hicieron evidente que la autonomía universitaria no se puede considerar como una consigna trasnochada, sino como un principio en aras del avance de la ciencia y el pensamiento crítico.
A pesar del ánimo democratizador del movimiento estudiantil mexicano, la respuesta desde un régimen hegemónico y autoritario fue brutal. Mientras que las marchas ganaban fuerza, el Estado desplegó al Ejército en las calles, ocupó planteles escolares y criminalizó a los grupos estudiantiles. El 2 de octubre de 1968 el gobierno desató una matanza contra una multitud pacífica en la Plaza de las Tres Culturas. Esa noche marcó a una generación y fracturó la legitimidad de un régimen que se decía heredero de la Revolución.
Han pasado más de cinco décadas de ese momento. México ya no es el mismo. Hoy existen cauces institucionales y pacíficos para dirimir nuestras diferencias: elecciones libres, tribunales electorales y organismos autónomos electorales. No es una democracia perfecta —ninguna lo es—, pero ofrece las herramientas necesarias para que las demandas de la ciudadanía se escuchen. Ese es, probablemente, el triunfo más grande de las juventudes del 68: sembró una semilla de inconformidad que obligó al régimen a abrir espacios de participación política.
Su legado está presente en la convicción de que la educación es un derecho, no un privilegio. La herencia vive en el rechazo a cualquier forma de autoritarismo.
El 2 de octubre no se puede olvidar, pues es la advertencia más clara de las consecuencias de un poder que se cierra al diálogo y responde con violencia. Recordar a esa generación es un compromiso con la igualdad, con la educación pública y con la libertad. Nos enseñaron que la democracia se defiende día a día. Honrar su memoria significa preservar la democracia que obtuvimos para continuar ampliándola.
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