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Jueves, 30 Octubre 2025 06:00

Participar es la idea, incluso cuando nadie ve

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Vivimos en tiempos en los que casi todo pasa por la mirada pública. Documentamos -casi- todo lo que hacemos, compartimos cada logro y muchas veces medimos el valor de nuestras acciones por la cantidad de reacciones que generan.

 

En esa lógica, un poco ansiosa, de visibilidad constante, la participación ciudadana también puede confundirse con algo que se hace solo cuando hay cámaras, una selfie, micrófonos o un público -virtual- que aplauda con emojis. Sin embargo, el verdadero valor de participar está precisamente en lo contrario: en hacerlo por convicción, con sentido de comunidad, incluso cuando nadie mira.

 

La democracia se sostiene no solo en los grandes eventos electorales que, vale decir en México y en el Estado de México son cada vez más grandes, sino en una suma infinita de gestos cotidianos.

 

Participa quien respeta las reglas comunes, quien elige informarse antes de opinar, quien ayuda a organizar en su colonia o en su escuela, o quien respeta la voz del otro, aunque piense distinto. Participa quien dedica tiempo a capacitarse para ser funcionario o funcionaria de casilla, quien entrega materiales electorales, quien trabaja detrás de un proceso para que todo funcione con orden y transparencia.

 

En los procesos electorales, la atención pública suele centrarse en las candidaturas, los resultados o las polémicas. Pero detrás de cada jornada hay miles de historias que nadie cuenta: personas que se levantan antes del amanecer para abrir una casilla, que enfrentan la lluvia o el calor, que revisan listas, sellan boletas, atienden dudas, cuentan votos con paciencia y regresan a casa agotadas cuando el sol se ha ocultado, pero satisfechas. No hay aplausos ni reflectores, aunque sí una profunda satisfacción: la de haber contribuido a algo más grande que uno mismo: a la democracia y a la participación ciudadana.

 

Esa es la esencia de la participación ciudadana: hacer lo correcto no por reconocimiento, sino por responsabilidad. Porque la democracia, al final, no se mide en popularidad, sino en compromiso.

 

En una sociedad donde todo parece que la inmediatez adquiere protagonismo, participar sin esperar recompensa es un acto de madurez cívica. Es creer que el esfuerzo individual, por pequeño que parezca, tiene impacto en lo colectivo.

 

Por eso es tan importante reconocer el valor de quienes participan sin buscar protagonismo. Su ejemplo demuestra que la democracia no se agota en las urnas, ni empieza o termina con las elecciones. Se construye todos los días, en los espacios más cercanos: en la familia, en el trabajo, en la escuela, en la calle. La participación no se impone, se ejerce desde la conciencia.

 

Los institutos electorales, en ese sentido, son espacios donde esa participación silenciosa se hace visible: cada capacitación, cada revisión de procedimiento, cada persona que colabora en la organización de una elección fortalece la legitimidad del sistema. Su labor demuestra que la democracia no es una maquinaria que se enciende cada tres o seis años, sino un proceso constante de colaboración, confianza y responsabilidad compartida.

 

La democracia necesita de esas manos anónimas que la hacen posible. De quienes entregan tiempo sin buscar recompensa. De quienes creen en la fuerza del deber cumplido. Porque al final, las democracias no se sostienen con discursos ni con aplausos, sino con millones de pequeñas acciones que, aunque parezcan invisibles, son las que garantizan que todo funcione.

 

Participar es una declaración silenciosa, pero poderosa, de confianza en los demás. Y esa confianza —aunque no se vea— es el verdadero cimiento de toda democracia.

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